Crimen y Castigo para Oscar Wilde  

Una de las frases más célebres de Wilde -y tiene muchas-, “Puse mi genio en mi vida y solo mi talento en mi obra”, puede interpretarse de muchas maneras. Normalmente, sus exégetas -que también son muchos- nos legaron la historia de un hombre que se vestía con extremo cuidado para llamar la atención, que se pasaba las noches en los salones victorianos hablando de manera exquisita, y que solo destinaba una fracción de su tiempo a lo que también lo apasionaba, que era escribir. Pero nosotros tenemos otra versión. 

Oscar Wilde es el autor de obras fundamentales como El retrato de Dorian Gray y obras de teatro como La Importancia de llamarse Ernesto, El marido Ideal y El Abanico de Lady Windermere. También de cuentos maravillosos, como El príncipe feliz y El ruiseñor y la rosa. ¿Quién no se acuerda de la historia de ese pobre ruiseñor que clava su pecho en una espina para dar a luz una rosa destinada a una mujer amada?  

Yo creo que la frase “Puse mi genio en mi vida y solo mi talento en mi obra”, sí quiere decir que repartió su tiempo entre la obra y la acción. Pero si bien en una época se mostró como un dandy, un bon vivant, llegó un momento en que le dio sentido a esa vida. Y aceptó tanto el ser marcado por sus preferencias sexuales como el sufrir el castigo que su sociedad le impuso.  

Me detuve en sus ensayos El alma del hombre bajo el socialismo y especialmente en La identidad de W.H., tema que apasiona a la gente de teatro desde hace 400 años, y no solo de Inglaterra. Porque trata sobre quién fue el gestor -o inspirador, como también lo llama Shakespeare- de gran parte de sus famosos 154 sonetos. En la institución que enseñaba inglés y cultura inglesa, a la que asistí cuando era adolescente, se decía que Shakespeare se los había dedicado a un joven noble a quien él había ayudado a casarse y tener hijos. Y se mostraban libros, de importantes ensayistas, que avalaban esta teoría. Aunque hoy se habla con libertad sobre el tema, igual un pesado silencio rodea a estos Sonetos que desbordan de pasión sensual. ¿Shakespeare los escribió solo para ganarse el favor de un joven noble? 

Releí este ensayo, no solo para corroborar la seriedad con que investigaba Oscar Wilde, sino para comprobar lo que sospechaba. Analizando la relación de Shakespeare con el duque de Southampton, Oscar Wilde proyectaba la suya con Sir Alfred Douglas, hijo del marqués de Qeensberry, un joven tan atractivo como seguramente lo fue el otro, y que fue su gran amor, así como su perdición. 

Tener inclinaciones homosexuales siempre fue, y todavía es, en gran parte del mundo, una razón para ser señalado y empujado a vivir al margen de la sociedad. El problema de los que viven al margen es que están permanentemente observados y que muchas veces purgan delitos que no cometieron. Por eso, a fines del siglo XIX, tanto sus amigos como parte de “la opinión pública”, expresada básicamente por la elite y por los diarios, pidieron insistentemente a Oscar Wilde -que se había casado y tenía dos hijos, a los que siempre amó, pero que también quería a hombres, principalmente a Alfred Douglas-, que por favor viviera con su familia, aunque llevara una doble vida. ¡La apariencia respetable ante todo! En la época victoriana, la que ahora nos ocupa, se toleraba la homosexualidad mientras fuera a puertas cerradas. Oscar Wilde transgredió esa norma.  

¿Qué fue la “época victoriana?” Aunque muchos biógrafos lo omiten, o lo tratan apenas, existe una férrea relación entre el hombre y la época en que vive. De ahí que Wilde señalara a un momento dado, agudamente, que hay una relación entre el monto de un delito y el monto del castigo que por él se le atribuye a una persona. Esta ecuación señala todavía hoy la dimensión de la democracia en que uno vive. En la época victoriana el crimen de ser un homosexual comprobado era solo superado por el de matar a alguien. 

Inglaterra, a fines del siglo XIX, era una potencia imperial, con colonias distribuidas en todo el mundo. En Oxford, donde Wilde estudió, no solo se formaban abogados, poetas, hombre de ciencia. También los hombres que en Asia y África administraban las colonias, donde los ingleses mantenían la ceremonia del five o’ clocktea y se cambiaban antes de cenar. Decían que era para preservar la identidad.  

El imperio británico fue el más extenso de la historia. Su expansión se produjo entre el siglo XVII y el comienzo del XX. Iba desde Canadá hasta Australia, pasando por vastas extensiones de Asia y África. ¿Se necesitaban hombres que no dudaran de su identidad sexual para administrarlo?  

Oscar Wilde con su madre

La madre de Oscar Wilde contó una vez que durante los primeros 10 años de su vida lo trató como si fuera una niña y que así lo vistió. Se conservan fotos de eso. ¿Puede ser un antecedente de su cuidadoso atuendo, de su dandismo y de su inclinación sexual? Ya en el colegio mostraba un estilo de vestir. Sería la marca de su identidad. A los 18, empezó a escribir. Ya se definía como un esteta. A los 20 entró a la Universidad de Oxford. Le gustaba leer de todo, y repetía entonces unos versos de Baudelaire: 

¡Dios mío! ¡Dame la fuerza y el coraje, 

para contemplar mi cuerpo sin disgusto! 

Mientras tanto, ya componía los suyos: 

 La belleza es perfecta. 

  La belleza lo puede todo. 

  La belleza es la única cosa del mundo 

  Que no excita el deseo. 

Algunos pensamientos lo acercan al darwinismo: “la humanidad entra permanentemente en las prisiones del puritanismo, el filisteísmo, el sensualismo, el fanatismo. Pero después de un tiempo siente un enorme deseo de más libertad y de auto preservación”. 

En su época la homosexualidad era un tema de permanente discusión. Algunos decían que había sido la forma de amor más elevada en la época griega. Un famoso crítico de arte, John Ruskin, afirmaba que no había que santificar su práctica por lo que hacían los griegos. Y agregaba: “La parcial corrupción del sentimiento hacia las mujeres y la excesiva admiración por la belleza física masculina condujeron a la caída de Grecia”. 

Mucha agua ha corrido bajo el puente desde que los victorianos pensaban así de los griegos. Civilización esta que nunca termina de comprenderse. 

El manuscrito original de “El retrato de Dorian Gray” de Oscar Wilde, reeditado por SP Book

Discutiendo con sus compañeros, Wilde compuso un poema que empezaba así: 

Un hermoso joven, no hecho para las penas de este  mundo 

con cabellos de oro que caían por sus sienes… 

El poema apareció en una revista, en 1877, cuando Oscar Wilde tenía solo 23 años. Cuatro años más tarde, cuando lo revisó para incluirlo o no en un libro de poemas que entonces preparaba, cambió la identidad del joven por el de una muchacha. Esta incertidumbre lo acompañaría mucho tiempo. 

Poco después, diría con tono anticipatorio: “En Grecia, uno no debía andar sin ropa; en el Medioevo, uno no debía tener cuerpo; en la edad actual, uno no debería tener alma”. 

Empezaron a señalarlo con el dedo y a criticarlo. A estos, les respondería: “Criticar es la forma superior de la autobiografía”. Ya le costaba levantarse temprano como hace la mayoría de los hombres. Como a su madre, le gustaba dormir hasta la tarde. Su extravagante manera de vestir, su suave tono de voz, levemente femenino, la agudeza de sus frases, lo destacarían rápidamente en los círculos intelectuales. Para ganarse la vida  -Oscar Wilde trabajó siempre-, empezó de muy joven a escribir artículos para los periódicos. Y, sobre todo, a dar conferencias. Tenía 25 años cuando se presume que se contagió la sífilis. En su juicio, que veremos más adelante, sus detractores encontraron una prostituta que afirmó que ella se la contagió. Otros, para corroborar lo que ella decía, contaban que se daba baños de mercurio. Acuérdense del dicho que circulaba desde hacía mucho, mucho tiempo: “Una noche de placer, una vida de mercurio”. 

A los 25 años Wilde ya había publicado un libro de poemas y estrenado Vera, una obra de teatro ambientada en Rusia sobre el anarquismo. Dejó atrás el protestantismo y empezó a coquetear con el catolicismo. A la vez, se declaró socialista. Más tarde afirmaría: “El socialismo es hermoso, es una alegría, es placer”. Sin embargo, en Vera, ataca a los anarquistas rusos. Él se definía como un esteta.  

Decía: “Esteta es el que busca en todas partes señales de lo hermoso. Es la ciencia de la belleza, del secreto de la vida”. Sus conferencias eran tan atractivas, reunían a tanta gente, que lo contrataron para darlas en Estados Unidos también. Fue este el viaje en el que intimaría con Walt Whitman. Su aspecto, su personalidad, despertaban tanta curiosidad que periódicos de los dos países lo siguieron de cerca en toda su extensa gira. Su éxito le permitiría juntar algún dinero y proyectarse más como esteta. 

Al llegar a Nueva York, le preguntaron en la aduana si tenía algo para declarar. “Solo mi genio”, dijo. En Boston afirmaría: “El supremo objetivo de la vida es vivir. Poca gente vive. La mayoría solo existe. Tenemos la vida para alcanzar la propia perfección, para lograr que cada sueño se vuelva realidad. Incluso esto es posible”. La gente empezó a repetir sus frases; muy pronto aparecerían editores deseosos de publicarlas.  

Su fama se extendió a Francia, adonde comenzó a viajar asiduamente. En los círculos intelectuales, sus frases impactaban, y también divertían. “¿Se dieron cuenta de que en Francia todos los grandes hombres fueron cornudos? -dijo en una oportunidad-. ¡En todas las épocas fueron engañados por sus esposas y por sus amantes! Tanto Villon como Moliere, Luis XIV, Napoleón, Víctor Hugo, Musset y Balzac, ¡y debemos añadir también a reyes, generales y poetas! Porque en Francia los grandes hombres siempre amaron demasiado a las mujeres. Como a las mujeres eso no las complace, sacaron ventaja de esa debilidad masculina. En cambio, en Inglaterra, los grandes hombres no quieren a nadie. Ni al arte, la riqueza, la gloria… o las mujeres. Es una ventaja, se los puedo asegurar”. 

El hombre y su obra 

Deslumbrados, nos dejamos llevar por el ingenio de Oscar Wilde, como sucedió con casi todos los que lo conocieron. ¿Fue en él lo único importante? No, su obra lo seguía paso a paso. Vamos a detenernos solo en dos de sus obras más importantes, que quedaron en la historia de la literatura y el teatro. El retrato de Dorian Gray es una versión del Fausto, alguien que sueña con la juventud eterna. También es una versión de La piel de zapa de Balzac y de Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson. Dorian, un joven hermoso, ha sido pintado con toda su gracia e inocencia. El cuadro que le hicieron, hermoso como él, ocupa un lugar destacado en su casa. Y de pronto, sucede el milagro: la imagen del cuadro envejece, mientras él goza de una eterna juventud. Dorian viaja, se pervierte con mujeres y hombres, bebe de todo, hasta que un día sucede lo imprevisto. ¿O lo inevitable? El cuadro de su casa es el de un joven apuesto, seductor. ¡Él, cuando era joven! Y cuando Dorian va al espejo… ve a un viejo decrépito que lo asusta. ¡Hasta que comprende que es él ahora! Obviamente, después se mata.  

Es muy difícil, en el mundo de la comedia, inventar una nueva trama; pero Oscar Wilde lo consigue con La importancia de llamarse Ernesto. La obra empieza en la casa de Algernon, un noble, como su amigo Jack que ahora lo acompaña. Ambos son solteros. La primera es una escena de antología. Algernon recibe a la madre de una jovencita que pretende. Lady Bracknell saca su agenda, lo anota en la lista de pretendientes de su hija, y lo somete a un riguroso cuestionario para saber si es solvente. Lady Bracknell es tal vez el personaje más logrado de Oscar Wilde; en su época se decía que estaba inspirado en su madre. Cuando ella se va, Algernon comete un doble error: le cuenta a su amigo Jack que ha inventado un personaje inexistente, al que tiene que ver asiduamente, porque no está bien de salud. Lo hace para poder ausentarse cuando quiere. A la vez, le confiesa que es el albacea de una hermosa muchacha que vive con una institutriz en su casa de campo.   

Ni lerdo ni perezoso Jack va allá, encuentra a Cecily, la joven -rápidamente se enamoran una del otro- y le dice que es el muchacho enfermo que su protector cuidaba y que ahora está perfectamente bien de salud. En ese momento llega Algernon, de luto, para decirle a Cecily que su amigo enfermo, ha muerto. “Pero ¡cómo, le dice ella, si está acá en la otra pieza!”. Lo que sigue es una deliciosa comedia de enredos.   

 Estas y otras obras transforman a Oscar Wilde en una estrella londinense. Amigos y conocidos, para disipar los crecientes rumores que circulaban sobre su vida, donde se murmuraba que salía con jóvenes y que a algunos incluso les había pagado para que satisficieran sus deseos, lo inducen a comportarse como es habitual en estos casos: es mejor que forme una familia, visible, y que mantenga sus excesos en la oscuridad. 

Wilde conoce a Constanza Lloyd, una muchacha de buena familia, que resultará ser muy lúcida y comprometida con sus ideas. Constanza asiste a manifestaciones por los derechos de las mujeres y a veces lleva a Oscar con ella. Así él conoce otro aspecto de la vida: la militancia. Ella se enamora de él, se casan, y pronto tendrán dos hijos, prácticamente uno tras otro. Durante dos años Oscar Wilde se transformará en un cariñoso marido y en un padre devoto de sus criaturas. Pero entonces descubrirá algo asombroso. 

La sociedad ha dejado de hablar de él.   

Claro, Wilde era interesante mientras se vestía de manera extravagante, tenía ocurrencias originales, hablaba con un tono dulce, algo femenino. Eso despertaba chismes y habladurías de todo tipo. ¡Pero había abandonado ese personaje! Y para una persona que ha puesto el genio en su vida, y solo el talento en su obra, perder el interés de los demás era dramático. El éxito creciente de sus novelas y obras de teatro no le alcanzaba. Como consecuencia, al poco tiempo sucedió lo inevitable. 

Sabía de los peligros que comportaba el manifestarse como homosexual. Pero disfrutaba con la relación de los que lo mostraban sin reparos. Algunos afirman que su primera relación masculina importante fue en 1886, con un cierto Robert Ross, que tenía entonces 17 años. Él, ya tenía 32. Ahí fue cuando cambió para siempre el objeto de su deseo. Aunque siguió queriendo a Constanza. Un biógrafo cita aquí a Marcel Proust, que en Sodoma y Gomorra dice: “Para un invertido, el vicio comienza cuando él siente placer con mujeres”.  

Constanza, por su parte, cerraba los ojos a este cambio y seguía activa en lo suyo. Había publicado dos libros con relatos infantiles y sostenía que los juguetes de guerra debían alejarse de los niños. En 1888 dio una conferencia que esponsoreó un Comité de Mujeres para el Arbitraje Internacional por la Paz. Por esa misma época el célebre dramaturgo George Bernard Shaw habló a favor del socialismo. Wilde, que lo conocía, asistió a esa reunión. 

Porque él creía en un socialismo que se opusiera al autoritarismo. Si no, el socialismo llevaría a la esclavitud a toda la sociedad, y no solo a una parte como sucedía entonces. Aprobaba la eliminación de la propiedad privada, de la vida familiar, del casamiento y de los celos. Su modelo de artista era Cristo. Consideraba al arte una fuerza perturbadora. A su manera, Oscar Wilde criticaba la sociedad victoriana. 

Por esa época George Bernard Shaw escribió la Quintaesencia del Ibsenismo. Ibsen, que pasó a la historia como uno de los más grandes autores de teatro, practicaba un realismo comprometido. Fue entonces que Wilde empezó a diseñar sus piezas bajo la influencia de este autor noruego.  

Por esa época escribió también el ensayo “Retrato de Mr. W.H”, del que ya hablamos, donde imagina a Shakespeare casado y con dos hijos -como él-, cautivado por un muchacho, como él lo había estado con Robert Ross. ¿Acaso no había dicho que la crítica es la forma superior de la autobiografía?  

En una reunión, donde se habló del éxito y del escándalo provocado por la novela El retrato de Dorian Gray, se encontró por primera vez con Lord Alfred Douglas, el hijo menor del marqués de Queensberry. Su novela era la primera de habla inglesa que trataba abiertamente de la homosexualidad. Alfred tenía el cutis pálido, cabello rubio y según sus amigos era encantador. Tenía 15 años menos que Wilde. Su amor despertó en él la fibra poética. A partir de entonces el joven compuso infinidad de poemas. En uno está la famosa frase: “Yo soy el amor que no puede decir su nombre”.  

Cubierta del libro de Alfred Douglas, y una pose con WIlde

Pero Alfred ya estaba arruinado. Su temperamento era violento y vengativo. Al principio Wilde no lo vio como un peligro y disfrutó mucho su relación. Se los veía juntos, abrazados, riéndose, por las calles y los hoteles de Londres. Es de esa época su famoso chiste: “¿Saben por qué Jesús empezó a odiar a su madre? Porque descubrió que era virgen”. Alfred era hermoso, pero temerario e inmanejable. Su temperamento era feroz. Tal vez provenía de su padre, John Sholto Douglas, 9° marqués de Queensberry, que era boxeador, cazador y también poeta. Pero el marqués sabía ser brutal también. 

A Wilde y Douglas los echaban de los hoteles donde se hospedaban, supuestamente por la catadura de la gente que recibían y la vida que llevaban. ¿Licenciosa? Así se decía. Además, Wilde estaba preocupado por una carta de amor, muy comprometida, que le había escrito y que había desaparecido. Lo chantajeaban con ella, los que la tenían. Él les pagaba, pero insistían. Como dijimos, la sociedad británica toleraba la homosexualidad, en la medida en que el infractor no era capturado con las manos en la maza.  

El marqués de Queensberry tampoco era un santo. Según leí, decidió casarse por segunda vez con una muchacha de apellido respetable -nadie de su familia acudió a la boda- la que se separó rápidamente y pidió la anulación del matrimonio, alegando que el hombre “tenía malformaciones en la parte generadora”, así como “frigidez e impotencia”. No era poco para un hombre activo de 50 años, que rápidamente le entabló juicio. Por otra parte, le avisó a su hijo Douglas que era mejor que dejara de ver a Wilde. La madre del joven se puso del mismo lado. Llegó a decirle que si lo veía con Oscar sería capaz de pegarle un tiro.  

A partir de cierto momento el marqués buscó atacar a Wilde por todos los medios, incluso intentando interferir en el estreno de una de sus obras. Wilde decidió enfrentar la situación. Se alejó de su esposa, Constanza, aduciendo que le habían vuelto síntomas de su vieja sífilis. Después hizo pública su relación con Douglas. Tenía la intención de que su hipócrita época lo tomara como era.  

El marqués contratacó. Lo acusó de sodomita, difundió una lista de muchachos con los que había salido y finalmente promovió un escándalo de enormes dimensiones, destinado a desprestigiarlo y a meterlo preso. Todo terminó en un juicio, como como él quería. Wilde recibió consejos de sus amigos: era mejor que huyera al continente, lo antes posible. Veían que había una gran disparidad de fuerzas. El marqués, con la justicia, de un lado, y él solo del otro. Pero Oscar Wilde decidió no partir y enfrentar la situación. 

El juicio comenzó en 1895. Oscar Wilde, que entonces tenía 41 años, fue acusado de ser un artista amoral, corruptor de menores como ese joven Douglas, que en ese momento ya tenía 26 años. Enseguida Wilde se dio cuenta de cómo todo su prestigio, ganado a fuerza de trabajo y sacrificio, lentamente se venía abajo. Sus amigos empezaron a desaparecer sin aviso previo. Las dos obras que tenía en la escena londinense, y que llenaban todas las noches, empezaron por sacar su nombre de las marquesinas. Después, las bajaron de cartel. 

En el juicio declararon testigos inverosímiles. Subieron al estrado muchachos que afirmaban haber recibido plata del acusado a cambio de favores sexuales. Una prostituta afirmó que su negocio se había venido abajo, porque sus clientes masculinos, influidos por Oscar Wilde, preferían pagar a muchachos. Al principio Wilde trató de enfrentar los cargos apelando a su infinito ingenio. Cuando le preguntaros si conocía a un muchacho que vendía diarios, que afirmaba hacer tenido relaciones con él, afirmó: “Oh, sí, pero nunca pensé que tenía relación con la literatura”. 

Además, era evidente que ningún jurado condenaría a un padre por defender a su hijo. La opinión pública lentamente giró y se puso contra el escritor. En un momento dado, Queensberry afirmó: “Si huyes al exterior, no voy a impedirlo, pero si llevas a mi hijo, te mato como a un perro”. En otro momento hizo conocer la suma que llevaba invertida en el juicio, pero agregó que no se arrepentía de nada: “Lo hago por el bien de mis hijos, el honor de mi familia y en beneficio de la gente.” 

Los cargos eran indecencia y sodomía. Al final, luego de que el juicio fuera pospuesto y retomado, el juez afirmó que había evidencias de que Oscar Wilde era el centro de un gran círculo de corrupción de la peor clase, porque incluía a jóvenes. La condena fue de dos años a trabajos forzados. La marginalidad en la que ocasionalmente había vivido, terminó por cobrarse su precio. Un muy alto precio. 

Triste final 

Wilde pasó por cuatro diferentes cárceles. En una pasó un mes en la enfermería. ¿Por qué? ¿En qué consistía su castigo? Alguien que lo visitó constató que tenía los dedos de las manos, destrozados, ensangrentados. 

La prensa, casi sin excepciones, siguió el juicio hasta el final y alabó la decisión del jurado. “¡Abran las ventanas! Dejen que entre aire fresco” dijo un diario. “El culto al esteticismo, en su forma más desagradable, terminó” agregó otro. Pero alguien también constató: “Esta es la peor tragedia de toda la historia de la literatura”. 

Wilde luego de salir de prisión, en 1857, dos años antes de morir.

Wilde vestía uniforme de presidiario. Pasó de tareas rudas a otras menos cansadoras. Dormía sobre una tabla, a pocos metros del piso. Tenía sábanas y una frazada, pero no un colchón. Un inspector gubernamental lo visitaba una vez por mes para escuchar sus quejas, si las hubiera.Había tres castigos físicos” diría Wilde después. “Hambre, insomnio y enfermedad”. Sufría a menudo de diarrea. Los baños solo podían usarse durante una hora, al finalizar los ejercicios diarios. Después de las 5 de la tarde ningún prisionero podía dejar su celda por la razón que fuera. Tenían una escudilla para hacer sus necesidades. El ruido de las ratas que corrían por el piso era indescriptible. Wilde perdió peso y entró en una apatía total. 

Un amigo una vez expresó a las autoridades su preocupación por su salud. Le respondieron que estaba “perfectamente bien”. En una cárcel, el médico decía que simulaba estar mal, para que lo asistieran, y que no iba a entrar en su juego. En otra, donde una persona más abierta estaba a cargo del penal, recibió papel y lápiz. Preguntado sobre cómo terminaría Wilde su condena, expresó: “La experiencia nos dice que los que pasaron dos años de trabajos forzados, viven dos años al salir y después mueren”. Esta predicción se cumplió al pie de la letra. 

Pagar las costas del juicio llevó a Wilde a la ruina económica. Para colmo, Constanza se cayó por las escaleras de su casa y tuvo que ser operada dos veces de la columna. No quiero ni pensar lo que debían ser esas operaciones a fines del siglo XIX. Al poco tiempo, Constanza murió. Igual, al salir de la cárcel, a Wilde no se le permitió ver a sus hijos.  

Cuando terminó su condena, Wilde se fue a Francia, donde lo miraron como a una curiosidad. Expresó entonces un pensamiento muy profundo: “Una comunidad se encuentra infinitamente más brutalizada por el habitual empleo del castigo, que por el ocasional acontecimiento del crimen”.   

La relación con Douglas, el muchacho que había amado tanto, es un capítulo aparte. Volvieron a encontrarse y desencontrarse. Wilde tenía permanentemente ganas de volver a escribir; se le ocurrían temas maravillosos; los contaba y algunos se entusiasmaban al oírlos, hasta consiguió un adelanto para que llevara un argumento al papel. Pero cuando llegaba el momento no podía mover la mano. “Perdí el placer de escribir”, decía entonces. 

Vivía pidiendo permanentemente plata para sobrevivir. Una vez lo encontraron sentado solo en un café, bajo la lluvia. Atrás, un mozo lo miraba y esperaba. Ya habían cerrado, pero Wilde no se iba. Esperaba que pasara un conocido que le pagara la cuenta. 

A un escritor que le preguntó por su vida en la cárcel, le respondió: “Me gustaría que nos encontráramos y habláramos de todas las prisiones de la vida. Las prisiones de piedra, las prisiones de la pasión, la prisión del intelecto, esa prisión que es la moral y todas las demás. Toda limitación, interna o externa, es la pared de una prisión. La vida es una limitación”.  

Empezó a beber mucho. Tenía grandes manchas rojas en los brazos, el pecho y la espalda. Un médico dijo que era envenenamiento por comer mariscos en mal estado. Otro que eran producto de su neurastenia. No era de la sífilis, dijo, porque las erupciones de la piel provocadas por la sífilis no picaban. Le apareció una infección en un oído que le producía un dolor indescriptible. Empezó a debilitarse mucho. “La morgue bosteza pensando en mí”, le dijo a un amigo. Un médico diagnosticó que tenía los síntomas de un mal que se había contagiado de joven, y que llevaba a la meningitis. Le recetaron morfina, y opio si se sentía muy mal. Al final murió. 

Frases para recordar  

El primer deber de la vida es ser tan artificial como sea posible. El segundo no ha sido descubierto todavía. 

Un ojal realmente bien hecho, es el único vínculo que hay entre el Arte y la Naturaleza. 

El aburrimiento preanuncia la edad de la seriedad. 

El placer es la única cosa por la que debemos vivir. Nada envejece tanto como la felicidad. 

Solo dejando de pagar las cuentas, uno puede aspirar a vivir en la memoria de las clases comerciales. 

La ambición es el último refugio del fracaso. 

Si uno dice la verdad, seguro que tarde o temprano será descubierto. 

Amarse a sí mismo es el comienzo de un romance que dura toda la vida. 

                                                                                                                                                           Ricardo Halac